
Un paradigma común es el de la negación a dejarse fotografiar por parte de quien habitualmente empuña una cámara.
Mito urbano o sentido común?.
Durante años, además de intentar trabajosamente escapar a la cacería de otros fotógrafos, nunca me dispuse a trabajar con mi rostro, con mi cuerpo. Mis ojos eran solo un instrumento para observar; ¿a quién podría interesarle el rostro de Marcela por encima (o por debajo) de su obra?. Pero llega un momento en el proceso de creación en el que uno se detiene a buscar, más allá del juego especular de cada mañana aún con lagañas, un reflejo a través del lente, por medio del "espejo monitor" en la era digital. Y es ahí en donde se mezcla el ganado: el fotógrafo pasa a ser la tercera persona, el deseo de su curiosidad, el resultado después de la gestación de la toma.
No me atrevo a hacer un juicio certero de mis autorretratos, pero si puedo asegurar que disfruto con enorme emoción los de mis colegas queridos. Tan inteligentes. Tan fieles. Tan autoexigentes. Tan fuera de sí mismos a veces y tan profundos algunas otras.
En definitiva, toda esta perorata sólo para decir que cada fotografía que tomamos no es más que eso: un autorretrato. Nuestra firma. Nuestra manera de ver a quienes nos rodean, de ver el amor, las ciudades, el sexo, el día y la noche. La vida y la muerte.
Porque como bien diría Clarita susurrándonos al oído: el arte es subjetivo. El arte somos nosotros mismos.